El Navegante del Este
El sol de enero caía como plomo derretido sobre la Mansa, y Martín Estrada, con el torso desnudo ya cobrizo y el traje de baño de una marca italiana que apenas podía permitirse, sintió esa plenitud que solo precede a las grandes ideas o a las catástrofes. Estaba en la cubierta del "Caimán Azul" de los Anchorena, el gin tonic helado condensándose en su mano, y al mirar la hilera de yates y lanchas fondeados hasta perderse en la bruma hacia Solanas, una epifanía lo golpeó con la fuerza de una ola traicionera: nadaría de regreso a su propio barco, "La Ilusión Perdida" –un velerito modesto que delataba tiempos mejores–, pero no por el agua abierta, sino de cubierta en cubierta, como un conquistador acuático trazando una nueva ruta de las Indias en el mapa líquido de la bahía.
"Voy a nadar a casa por barco", anunció, y la risa de Malena Anchorena fue como el tintineo de hielos en un vaso vacío. "Martín, siempre con tus ocurrencias. ¿No prefieres que te llevemos en el gomón?"
Pero la idea ya había echado raíces, como una enredadera exótica y venenosa. Era una afirmación, un manifiesto. Él, Martín Estrada, el que alguna vez supo codearse con los dueños de esos mismos barcos, demostraría que aún conservaba la gracia, la audacia. El primer trago del día, ese gin tonic inaugural, había sido perfecto, una promesa líquida de inmortalidad.
El primer barco, el "Zeus" de los Grondona, lo recibió con champagne rosé y canapés de salmón. "¿Martín, querido? ¡Qué sorpresa! ¿Una travesía?" Comentaron su osadía con esa mezcla de admiración y condescendencia que tan bien conocía. Un trago rápido, casi ritual, y al agua, sintiendo el golpe frío y luego la caricia tibia del mar. La brazada era firme, el horizonte, una línea de oro.
En el "Carpe Diem" de los Etchevehere, el whisky ya estaba servido. Eran las dos de la tarde y el sol picaba con una violencia casi personal. Aquí la conversación fue más breve, un ligero aire de impaciencia flotaba sobre las risas forzadas. El whisky, sin embargo, descendió como un bálsamo, encendiendo una nueva llama en el estómago. "Para el camino", dijo Beba Etchevehere, llenándole una petaca plateada que él aceptó con una sonrisa que ya no sentía tan propia. La petaca era un ancla, un salvavidas.
El agua entre el "Carpe Diem" y el "Sin Culpa" de los recién llegados Pérez Companc (rama menor, pero ruidosa) pareció más ancha, más oscura. Las olas pequeñas lo abofeteaban con una insistencia molesta. En el "Sin Culpa" había cumbia electrónica y un olor dulzón a protector solar barato mezclado con fernet. Le ofrecieron un vaso de plástico rebosante. Lo apuró sin respirar, sintiendo cómo el líquido amargo y dulzón le raspaba la garganta. Ya no había epifanía, solo una necesidad creciente, un temblor bajo la piel que confundía con la brisa marina. Las caras se volvían borrosas, intercambiables.
Recordó vagamente una discusión en el "Altamar" de un financista fugaz cuyo nombre se le escapaba. ¿Había dicho algo sobre la devaluación? ¿O fue sobre la calidad del hielo? Solo recordaba el sabor metálico de un vodka de pésima calidad y la mirada fría de la esposa del tipo, una rubia operada que parecía esculpida en cera. La petaca ya estaba a la mitad. El sol, antes un dios dorado, ahora era un ojo hostil que le taladraba la nuca.
Comenzó a sentir el frío. No el frío del agua, sino uno interno, que venía de los huesos, del tuétano mismo de su fracaso. La distancia entre los barcos se hacía inmensa, abismos líquidos. En uno, cuyo nombre no pudo leer, solo encontró a un marinero taciturno que lo miró como si fuera un espectro. Le pidió agua. El marinero le tendió una botella de plástico a medio usar. Martín la bebió, pero el agua tenía un sabor a nada, a ausencia. La petaca estaba vacía.
Vio el "Don Giovanni", de los Santamarina, gente de su viejo círculo. Intentó trepar por la planchada, pero sus brazos eran de trapo. Resbaló. Alguien gritó. Lo subieron a cubierta casi a rastras. Estaba temblando, los labios morados. "Martín, por Dios, ¿qué te pasa? Estás helado". Clara Santamarina, con quien tuvo un romance fugaz en un verano lejano, lo cubrió con una toalla. Sus ojos eran pozos de piedad, y eso fue peor que el desprecio. Le ofrecieron un coñac. "Para el frío", dijo Carlos Santamarina, sin mirarlo demasiado. El coñac era fuego líquido, un abrazo brutal que necesitaba desesperadamente. Quemó, pero por un instante, solo un instante, el temblor cesó.
—¿Te llevo a "La Ilusión Perdida"? —preguntó Carlos, su voz distante, como si hablara desde la otra orilla de un río imposible de cruzar.
Martín asintió, incapaz de articular palabra. Ya no era un conquistador, ni siquiera un náufrago. Era un bulto mojado, apestando a sal y a la desesperación dulzona del alcohol.
El gomón lo depositó junto a su pequeño velero. El sol se hundía en el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja violento, casi obsceno. La cubierta de "La Ilusión Perdida" estaba sucia, con manchas de óxido. La puerta de la cabina, atrancada. Forcejeó con la llave, sus manos torpes, inútiles. El mar, antes una promesa, ahora era un espejo oscuro que le devolvía la imagen de un hombre derrotado, empapado, solo.
Cuando finalmente la puerta cedió con un quejido lastimero, el interior olía a encierro, a sueños podridos. No había luz. Tropezó, buscando a tientas una botella, cualquier botella. Encontró una de caña paraguaya, olvidada de un verano aún más remoto. El primer sorbo fue un castigo, un recordatorio de todas las elecciones equivocadas.
Afuera, las luces de los otros yates comenzaban a encenderse, puntos brillantes en la creciente oscuridad, como estrellas indiferentes en una galaxia ajena. Martín Estrada se acurrucó en la litera húmeda, abrazado a su botella, mientras la noche de Punta del Este, con su promesa de paraísos artificiales, lo devoraba lentamente. Ya no había ninguna ruta que trazar, solo el laberinto cada vez más estrecho de su propia sed. Y el mar, el inmenso mar, seguía allí, murmurando su canción eterna, indiferente a los navegantes que se ahogaban en sus propias orillas.
Buen “nadador” de Punta del Este.